En este artículo descubrirás 5 errores en la oración a Dios que se nos pueden pasar desapercibidos, para que al reconocerlos, los evitemos y podamos tener un diálogo más sincero con Aquél que sabemos nos ama.

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Nuestra oración es egoísta
Nuestra oración puede ser débil porque es egoísta. Solemos pedir para nosotros o para los nuestros, poniendo siempre nuestros intereses por encima. La oración profunda, la que conmueve y llega al Sagrado Corazón de Dios, es aquella oración que nace de un alma que se olvida de sí misma para pedir por los demás. Y más grande es esa oración y llega más purificada al altar del cielo, si esa oración se hace sincera pidiendo, incluso, por quienes nos han hecho algún daño.
Este tipo de oración parece luchar contra nuestra naturaleza humana, parece ir en contra de nuestro más elemental sentido de supervivencia. Pedir por otros, por quienes nos han hecho mal, y dejar de último, incluso olvidarnos de nosotros y de los nuestros en la oración… ¡sí! Ese es el extremo de la oración, esa es la verdadera oración profunda, la que agrada al Padre, porque el Padre ya conoce nuestras necesidades antes de que se las pidamos (Mateo 6:8; 6:32).
Lo que el Padre quiere de nuestra oración no es un listado de nuestras dolencias, ni siquiera de nuestros arrepentimientos ni ofrendas. Lo que quiere es un corazón puro, noble, grande… un corazón capaz de ser Cristo en la cruz, que se olvida de sí mismo para decir: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34).
Esta oración hará realidad lo que pides e incluso lo que no has pedido: tus propias necesidades. Es por eso que agradó tanto a Dios la oración de Salomón (1 Reyes 3:9-13).
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Nuestra oración pretende manipular a Dios
Creemos, en muchas ocasiones, que en la oración Dios tiene que hacer exactamente lo que le pedimos. Pensamos que, después de todo, Él es Dios y eso es lo que debería hacer. Pero no entendemos que la verdadera oración es un acto de abandono y entrega de uno mismo, renunciando a nuestros propios deseos para recibir al Soberano por excelencia, aquel que es infinitamente libre.

La oración auténtica puede resultar dolorosa en ese sentido, ya que solo busca cumplir la voluntad de Dios, sin importar cuál sea, muchas veces, contraria a la nuestra. Esa es la oración que se hace con fe. Una persona de fe sabe que solo puede recibir el bien de Dios, incluso si en ese momento no parece claro cuál es ese bien, incluso si ese bien puede ser doloroso, si ese bien supone ir por caminos que no se quieren transitar.
La oración genuina es como la que se hizo, en aquella noche de angustias, en el huerto de Getsemaní: «Padre, aleja de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Mateo 26:42; Lucas 22:42). Esa es la oración que asciende como incienso a la presencia de Dios, la oración que comparte los mismos sentimientos de Cristo Jesús, la oración de María: «Hágase en mí según tu palabra» (Lucas 1:38).
Es una oración que no busca manipular a Dios con palabras, razonamientos calculados o promesas vacías. Es una oración que dice: “Hágase, hágase, hágase tu voluntad y no la mía”. Esa debe ser nuestra oración.
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Nuestra oración no respeta el tiempo de Dios
De las dos debilidades anteriores surge una tercera debilidad en la oración: nuestra impaciencia en la oración. Deseamos que Dios actúe de inmediato en nuestro favor, sin experimentar el proceso ni vivir el aprendizaje y la purificación.
La oración auténtica implica un intercambio de tiempo por eternidad: ofrecemos a nuestro Padre nuestro tiempo (que es poco y no nos pertenece) y, a cambio, recibimos la eternidad de Su gracia, un divino intercambio, en el que Dios no gana nada y nosotros lo ganamos todo.
Por lo tanto, nuestra oración debe ser dedicada, sin prisas y sin apurar a Dios. Como mencionamos anteriormente, Él es el Soberano, Él sabe cuándo actuar, mientras que a nosotros nos corresponde aprender, adentrarnos en el Misterio y amar. Abraham tuvo que esperar 40 años para recibir la promesa que Dios le había hecho (Génesis 21:1-4).
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Nuestra oración quiere solo recibir, no quiere dar
Lo que parece una contradicción, dar algo que no se tiene, es en realidad una condición para una oración sincera. Y esta aparente contradicción se vuelve evidente y lógica: ¿Cómo podemos pedirle a Dios que escuche nuestras oraciones si no estamos dispuestos a escuchar a aquellos que nos piden?
Por ejemplo, a veces le pedimos a nuestro Padre que nos dé salud y nos la mantenga, pero una condición para esa súplica es cuidar de nuestra salud. ¿Qué sentido tendría pedirle salud a Dios si no la cuidamos? Pedimos a Dios paz en nuestras vidas o paciencia, o alguna virtud, pero, si no comenzamos por practicarla ¿Qué sentido tendría pedirla?

Debemos empezar por vivir lo que le pedimos a Dios y ahí descubriremos que esa petición es inspiración divina, es Él, nuestro Padre del Cielo, quien está comenzando a actuar en nuestras vidas. Es Él quien ya ha puesto en nuestro corazón el deseo de aquello noble que estamos pidiendo.
Muchas veces le pedimos a Dios que nunca nos falten los alimentos y el trabajo, pero no estamos dispuestos a compartir o auxiliar a quien nos pide ayuda. ¿Por qué nuestro Padre del Cielo nos escucharía si nosotros no escuchamos el lamento y la desesperación de nuestros prójimos, hermanos nuestros, hijos de un mismo Dios?
Tal vez nuestra generosidad es la respuesta de Dios a la oración de un hermano nuestro necesitado. Es decir, para que las puertas del Cielo se abran a nuestras súplicas, tenemos que transformarnos en la respuesta del Padre a la oración de nuestro prójimo.
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Nuestra oración no nos desnuda delante de Dios
Nuestra oración debe ser auténtica y sincera, debe desnudamos delante de nuestro Padre celestial. A veces, nuestras plegarias no llegan a Dios porque no reflejan quiénes somos realmente. Con frecuencia, utilizamos la oración como una vía de escape, un refugio para ocultarnos de la realidad o para aparentar ser algo que no somos, incluso para engañarnos a nosotros mismos.
En ocasiones, acudimos a la oración justificados de antemano, seguros de nuestra posición, sin querer mostrar las heridas abiertas de nuestros pecados. Sin embargo, en la oración debemos mostrarnos desnudos, reconociendo el hedor de la porquería a la que nuestros pecados nos han llevado, y desde ese lugar clamar: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, no merezco ser llamado tu hijo» (Lucas 15:21).
La oración sincera surge de experimentar lo bajo que podemos caer lejos de la misericordia de Dios, y desde ahí elevar nuestra voz hacia el Padre celestial. Solo al reconocer nuestros pecados con sinceridad podemos experimentar la misericordia del Padre y amarle profundamente, porque comprenderemos cuánto hemos sido perdonados: «Porque al que mucho se le perdona, mucho ama» (Lucas 7:47).
En ese sentido, la oración sincera nos permite sumergirnos en la realidad de nuestras faltas y reconocer la necesidad de la misericordia divina. Al mostrarnos vulnerables y humildes ante Dios, abrimos las puertas para experimentar su perdón y amor incondicional.
Cuando nos desnudamos ante el Padre en la oración, dejamos de lado las máscaras y las justificaciones. Es desde ese lugar de autenticidad y humildad que podemos experimentar la verdadera transformación y crecimiento espiritual.
Al comprender cuánto hemos caído de la misericordia de Dios, apreciamos aún más el regalo del perdón y la oportunidad de comenzar de nuevo. Este conocimiento profundo de nuestra propia necesidad de perdón nos capacita para amar más plenamente, ya que reconocemos cuánto hemos sido perdonados.
La oración sincera, por lo tanto, no solo nos conecta con Dios, sino que también nos conecta con nuestra propia humanidad y con la humanidad de los demás. Nos ayuda a cultivar la compasión y la empatía hacia aquellos que también luchan con sus propias faltas y necesidades de perdón.
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